Hace unos días, llevando a mi hija Nuria de 4 años al colegio por la mañana, llegamos muy justos a la hora de entrada. No fue un retraso en toda regla, pues aún no habían entrado todos los niños en las aulas, y estábamos dentro de los 10 minutos estipulados por la Dirección del Centro como margen antes de considerar la tardanza como retraso de manera oficial. Sucedió igualmente que Nuria, ese día, fue la última en entrar en su aula.
Unos días más tarde, llevando de nuevo a Nuria al colegio, me dijo que no quería ir. Le pregunté si había algún motivo por el cual no quisiese ir al colegio y, muy a regañadientes y cabizbaja, mantuvimos la siguiente conversación:
– Papá, no quiero ir porque estoy triste.
– ¿Pero… ha pasado algo para que estés triste?
– …
– Puedes, si quieres, contarme lo que te haya pasado. De ese modo podré ayudarte, si está en mi mano.
– Es que el otro día la profe me riñó en clase.
– Vale. ¿Y sabes por qué motivo te riñó?
– No, no lo sé, papi.
– ¿Ella no te lo dijo?
– No, no me lo dijo.
– Bueno, vamos a hacer una cosa, si te parece bien. Vamos a ir al cole como todos los días, y así le puedes preguntar por qué te ha reñido ayer. ¿Te parece bien?
– Sí, me parece bien, papá, porque estoy triste. Y no me gusta estar triste.
– Estar triste no es malo, Nuria. Es un sentimiento natural que tenemos cuando pasan cosas que no nos gustan, o cuando perdemos algo, o a alguien.
– Vale… ¿Sabes, papá? Lo que pasó ayer es que entré de última en clase, y la profe me dijo: “Ay, ay, ay… Nuria… Tienes que llegar antes a clase”. ¿Y sabes, papá? Me puse triste.
– Te comprendo, Nuria, pero ¿sabes por qué la profe te dijo eso?
– No, no lo sé, papi. Vamos a recoger hojas del otoño, que seguro que la profe se pone contenta.
– (sonrisa de oreja a oreja) Claro que sí, cielo, vamos a cogerlas, que estos días están empezando a caer y hay un montón. Igualmente, has de saber que tú no has llegado tarde al cole, ¿vale? He sido yo quien te ha llevado tarde. La profe no te debería de haber reñido. Si te vuelve a pasar intenta preguntarle, o decirle que hable con nosotros, ¿vale?
– Vale, papá.
Hay varias conclusiones que se yo extraigo de esta conversación, no olvidemos, con una niña de 4 años.
La primera es el hecho de que, aún con 4 años, un niño es capaz de mostrar sus emociones básicas con una claridad enorme y su subconsciente intenta emparejarlas con la situación real que se está produciendo de manera consciente. Nuria se sentía triste porque su profesora le había reñido. Esto nos da una idea de la importancia que tiene la educación emocional en los niños, ya desde estas edades tan tempranas; de manejar y entender adecuadamente sus reacciones y emociones, y ayudarles a que ellos las entiendan también.
La segunda es, en mi opinión, muy evidente y casi me atrevería a decir que la más importante de todas; Se produce una proyección de culpabilidad hacia la niña que no le corresponde aceptar. Una niña de 4 años no es responsable de llegar tarde a clase. Puesto que somos sus padres quienes tenemos la responsabilidad de su cuidado, educación y escolarización, la responsabilidad sobre si la niña es puntual al acudir al colegio es nuestra, no suya. Proyectando esta culpa sobre la niña no se consigue nada más que generar frustración, dado que la niña no tiene todavía la capacidad de asumir dicha responsabilidad y no entenderá por qué se le riñe a ese respecto. Nuria no hacía más que decir que se sentía triste. Seguramente así fuese, pero también estoy seguro de que, con una carga de frustración muy elevada, por no entender que el motivo de la riña no tuviese que ver con ella.
La tercera, y no menos importante, es la reacción de Nuria para con su profesora. Lo primero que deseó hacer fue contentar a su profesora. Es decir, buscar su aprobación. Seguramente con un razonamiento muy lógico del tipo “si hago que la profe esté contenta conmigo, no me reñirá y yo no me sentiré triste”. Esta búsqueda “automática” de aprobación no hace más que poner los cimientos de un comportamiento basado en que las acciones de uno mismo tengan que ser aprobadas por otro para que las consideremos correctas. A largo plazo, incrementa las posibilidades de que nuestras acciones y elecciones estén supeditadas a la aprobación de una figura de referencia, haciendo que dicha figura sea quien controle nuestros actos, y no nosotros mismos. Esta afirmación podría parecer muy simple y catastrofista, pero la experiencia de vida que tenemos, junto con nuestros caracteres innatos de personalidad, es quien a la larga moldea y determina nuestra forma de actuar.
Conclusión: La culpa de todo, la tiene Yoko Ono.